La Sexualidad, una gracia de Dios

En este artículo voy a desarrollar la diferencia entre la genitalidad normal y la sexualidad también normal. Cuando me refiero a “normal” hablo de aquello natural, y “anormal” a todo lo antinatural; por ejemplo la homosexualidad es antinatural, por lo tanto es anormal. Esto es sumamente importante especialmente hoy debido a que los medios de comunicación plantean lo antinatural como una manera de ser en el mundo.

Quiero destacar, que inclusive personas con alteraciones en esta área, se dispusieron a vivir en el camino de Dios, y lo lograron; pusieron y entregaron la sexualidad enferma al Señor a través del camino de Iglesia, y reconocieron que esto mismo que antes los denigraba como persona, ahora lo aceptaron como camino de santificación y fueron creciendo en Él, Vuelve a notarse aquello que la Palabra dice: “Todo lo que Él permite es para el mayor bien de los que lo aman” (Rm 8,28)

Como punto de partida nos planteamos la diferencia entre lo sexual y lo genital. Nuevamente estamos ante la presencia del hombre carnal, del hombre que tiene su espíritu cerrado a Dios y vive según los designios del mundo, del hombre que actúa según sus instintos o sea egocéntricamente; éste es un hombre que utiliza su genitalidad.

Todo lo contrario es el hombre que trasciende en la intimidad de una relación sexual, aquél que necesita fundirse en el otro hasta llegar a sentirse uno en la unión, el ser humano que lo necesita a Dios aún durante la consumación del acto sexual. Y digo acto sexual y no acto genital, púes aquí está la base de esta aparente confusión. Lo genital está ligado a los órganos sexuales, que son la sede del placer sensorial. Pertenece al instinto; y es infrarracional. En cambio, lo sexual pertenece a la naturaleza que hizo Dios; del hombre y de la mujer, que ambos en conjunto son imagen de Dios.

A partir del momento de la concepción el Señor creó el alma para formarnos y darnos vida, y nos dio libertad para utilizar nuestra naturaleza humana. De allí que podemos usarla para la gloria de Dios o para beneficio propio egoísta. Suena raro hablar de sexualidad para gloria de Dios; aquí también deberemos hacer hincapié en la unidad, en nuestra unidad cuerpo-alma-espíritu. Sabemos que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios (varón y mujer) y que Dios es amor (1Jn 4,8. Gén 1,27).

El mundo vende miles de maneras y métodos para hacer el amor, nosotros como cristianos sabemos que el amor ya está hecho, que Dios es amor y que sin ÉL no existe posibilidad de verdadero amor; que cuando me refiero a la sexualidad, implícitamente está quien la creó: DIOS. De todo lo expuesto se desprende que la relación sexual normal es aquella donde el mismo Dios está presente. Es en donde dos almas que se aman se abren a los placeres sensoriales incluyendo las pasiones de los instintos, mezclada con la ternura para gozar todo lo que Dios les regaló, y les regaló por amor para que disfruten. Para que se disfruten en ÉL.

Para que esto ocurra el amor estará inscripto previamente como sello en los integrantes de esa pareja, de ese matrimonio que Dios unió en su amor.

La genitalidad no es mala; nada creado por Dios es malo. Ocurre que a la genitalidad cuando se la eleva en el amor que se profesan dos personas de distinto sexo pasa a convertirse en sexualidad humana; la sexualidad abarca la genitalidad, yo diría que la dignifica debido a que la levanta del plano animal al plano humano. El amor humaniza a la genitalidad, La sexualidad da libertad pues supone la plenitud del amor; la genitalidad esclaviza al hombre porque el deseo animal jamás se sacia.

Esto implica que la sexualidad normal es una gracia de Dios, dado a que Él está allí, durante el mismo acto sexual. Es la actitud de mayor entrega en el amor del matrimonio ¿ Cómo no va a estar Dios allí?, si no fuera así sería una incongruencia. Dios no sólo está en el Santísimo cuando lo adoramos o en la Eucaristía, Dios esté en todas partes, Adorémoslo en Espíritu y en Verdad! 

El matrimonio tiene un caminar; un camino de conocimiento y de mutua entrega en el terreno de la intimidad sexual, el cual no está exento de tropiezos y sinsabores. Precisamente en ese amor que los abarca, deberían encontrarse las soluciones que el mismo Dios propone; hace falta para ello no sólo la entrega humana, sino el ofrecimiento al Señor de esas mismas dificultades tan difíciles de subsanar.

Hay matrimonios, que buscan la solución del conflicto, en una relación extramatrimonial; lamentable adulterio que vicia la raíz del matrimonio y de la familia. Aquellos que adoptan esta alternativa, viven en la hipocresía y son proclives a enfermedades psicosomáticas, la culpa los corroe lentamente, los enferma. Es frecuente encontrar en los hijos de estos matrimonios, un elevado índice de drogadicción y de trastornos conductuales.

Vemos entonces la importancia que reviste la sexualidad respondable, que si bien es una gracia vivirla en el amor, corresponde al hombre poner en práctica.

Dijimos que la sexualidad normal es una gracia debido a que está incluida en el amor de Dios. Lo es también la castidad y el celibato. Nadie a quien Dios no haya regalado la gracia de la castidad puede por propia voluntad conseguirla. No existen posibilidades humanas de apagar la genitalidad. Es únicamente Dios quien hace los imposibles, quien puede cambiar el agua en vino y refrenar el deseo sexual, un deseo por demás poderoso. En algunos la gracia es más fuerte que en otros; en general supone un esfuerzo humano apoyado por la gracia.

Siempre la gracia da libertad, pues supone docilidad al Espíritu. De no ser así es puro voluntarismo, puro esfuerzo, y cuando un hombre se esfuerza se le produce cansancio, que evidentemente se le nota. Conozco a hermanos sacerdotes que hacen tanto esfuerzo por llevar la mochila de su castidad que se asemejan a los bueyes que llevaban el arca de la alianza (1 Samuel 6;17). Esto es lamentable porque se vuelven hombres extremadamente rígidos y configuran cuadros neuróticos; terminan enfermando sus almas y enjuiciando a sus feligreses con severidad.

El freno del deseo sexual por parte de la gracia, no significa que ese hombre no sea normal o no tenga una sexualidad normal; todo lo contrario, lo que se sacrificó es su genitalidad, la cual es ofrecida a Dios. Todo gracia, puro don de Dios.

Lo cierto es que muchos hermanos sacerdotes están viviendo situaciones sumamente difíciles y comprometedoras. Algunos con necesidad imperiosa de formar una familia, otros con desórdenes sexuales, y otros con la genitalidad exacerbada. Ante esta situación podemos adoptar dos posturas: CRITICAR O AYUDAR, yo me inclino por la segunda. 

Cuando la vocación, el llamado de Dios es verdadero, la aparente soledad humana es llenada por 1)Dios que plenifica a la persona consagrada 2) por una comunidad acogedora, sana psicológicamente, centrada en los valores del Reino; y 3) por verdaderas amistades espirituales, tanto del mismo como del otro sexo. A la invitación a vivir un amor esponsal con Cristo Esposo, el consagrado le corresponde con un amor y personalidad que va sanado y madurando, capaz de entregarse en amor oblativo hacia los demás, dentro de su propio carisma y misión en la Iglesia, ya que el mismo Esposo le regala al consagrado el don de la maternidad o paternidad espiritual.

Pero la soledad es un flagelo que he observado en distintas comunidades religiosas, es un caldo de cultivo para la angustia, y hombres normales recurren por ejemplo aprácticas masturbatorias basadas en la necesidad de una compañía femenina. Lo enfermo es que deba recurrirse a ese tipo de práctica a veces compulsivamente, siendo un hombre normal. Ya en este circuito de la angustia y de la culpa por lo sucedido se van agravando las fantasías y terminan en sitios donde ven películas no precisamente de la vida de los santos . Continua la culpa y terminan en cuadros verdaderamente neuróticos.

Se trata de un hombre sano para el mundo si formara una familia, pero enfermo para la Iglesia y para el mundo, pues en esta situación es incompatible su normalidad con el ejercicio del ministerio sacerdotal. Evidentemente todo es entendible por la gracia: ese hombre a pesar de tener vida de oración y de sacramentos, de meditación de la Palabra y de servicio al hermano necesitado, NO TIENE LA GRACIA DE LA CASTIDAD.

Por lo tanto a pesar de todos sus esfuerzos humanos termina en situaciones desagradables o buscando a una mujer para satisfacer su instinto; o enamorándose de una mujer, y si es honesto tiene que dejar el ministerio, o permanecer en esta situación durante años asistiendo al derrumbe de su persona. El problema grave radica en que ese hombre vive dicotomizado, dividido, predicando aquello que no practica, haciéndose daño a él mismo y al pueblo de Dios.

Corresponde a nosotros, como Iglesia, ayudarlos no sólo a través de la oración sino brindándoles nuestro apoyo desinteresado, pues verdaderamente en muchas oportunidades necesitan información acerca de temas y sentimientos no conocidos por ellos, sentimientos que les producen culpa y que en definitiva son sentimientos normales no canalizados por la vía natural que corresponde.

La gracia viene de Dios, no la podemos fabricar. Como dijimos, la castidad es una gracia que como tal produce libertad. Aquel hermano sacerdote que no la tiene está discriminado por los demás y por él mismo. 

Es mi parecer y me hago cargo de lo que expongo, que aquello primero a evaluar para entrar a la formación sacerdotal debería ser la vocación y la normalidad de la naturaleza humana. De constatar que la vocación es profunda y no un mero escudo para encubrir alteraciones en las tendencias primarias, sugiero ponerlo en tratamiento de oración antes de incorporarlo al seminario. A partir de allí investigar si el postulante o el seminarista de los primeros años de formación ha recibido la gracia de la castidad. De ser así podría encaminarse a la vida sacerdotal; de no tener esa gracia, habría que permitirle que constituya su familia con dedicación exclusiva a la Iglesia en las tareas pastorales tan necesarias a la comunidad. Que todo lo pueda decidir el seminarista con sus formadores; pero en la libertad que da Dios.

Tendríamos así el quántum de oración que necesitamos como pueblo de Dios a través de monjes de oración permanente, sacerdotes dedicados a trabajar por la Iglesia y diáconos permanentes. Tendríamos hombres y mujeres sanos trabajando para el Reino dentro de la institución Iglesia, y laicos mancomunados en la misma tarea con nuestros pastores. Creo que ganaríamos en salud mental, o sea en salud del alma. 

 

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